En 1866 el Dr. John Langdon Down describió un grupo de niños que compartían características cognitivas y conductuales, además de rasgos físicos. Sin embargo, no fue hasta mediados del Siglo XX que un grupo de científicos encontraron la presencia de 47 cromosomas (en vez de 46) en una persona con el síndrome, describiendo así la forma de patología genética más frecuente, la Trisomía 21.
Desde entonces, muchas cosas han pasado que, de una forma u otra, han contribuido a la evolución a través del tiempo en todos los aspectos de la vida de las personas con Síndrome de Down: el cambio de denominación por la actual en honor al Dr. Down que vino a remplazar las previas, las cuales tenían una connotación negativa y agresiva, enfocada en las deficiencias y debilidades; los descubrimientos y avances en la tecnología médica que ayudaron al reconocimiento de otras dos formas –genéticas- del Síndrome de Down (la Translocación y el Mosaicismo), así como al aumento de la sobrevida gracias a la posibilidad de poder corregir patologías cardiovasculares congénitas, mayormente mortales y frecuentes hasta en el 45% de los individuos; la creación de especialidades y disciplinas de la salud dirigidas a brindar un modelo rehabilitatorio integral de atención; la Declaración Universal de los Derechos Humanos que describe que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, sin distinción alguna”; la Declaración de los Derechos Humanos de las Niñas, Niños y Adolescentes, antes de la cual no se consideraba a los niños como poseedores de necesidades particulares diferentes a las de los adultos; y más recientemente, la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad, donde se reconoce que se «siguen encontrando barreras para participar en igualdad de condiciones con las demás» y nos recuerda la importancia de unir esfuerzo para mejorar sus condiciones de vida.
Pese a todo esto, sigue existiendo un grupo relegado ante los ojos de los servicios de salud, educativos, del mundo laboral y, en ocasiones, hasta de la propia familia: EL ADULTO con Síndrome de Down.
En la actualidad se estima que el 80% de los adultos alcanzan los 60 años pero ¿En qué condiciones? Pese a que las necesidades suelen ser mayores que la cantidad de recursos que se ofertan, es evidente la escasa presencia de programas públicos, privados o llevados adelante por organizaciones no gubernamentales, que brinden orientación integral tanto a las personas como a las familias de las personas con esta condición, así como la nube gris que flota a nivel social en temas de inclusión laboral. Muchos programas educativos los excluyen al entrar en la adolescencia, etapa crucial para el reforzamiento de habilidades socioemocionales e incipiente entrenamiento de destrezas que puedan significar un trabajo a futuro. A nivel salud, son dados de alta de programas al cumplir objetivos básicamente circunscritos al desarrollo motor (independientemente de la edad) con escasa orientación sobre la importancia del seguimiento médico en miras a la prevención y atención de aquellos problemas de salud (física y mental) para los cuales tienen estadísticamente mayor riesgo. Por último el cambio de paradigma que antepone a la persona, sus fortalezas y derechos, independientemente de las dificultades derivadas de su condición, sigue siendo difícil para la sociedad y las familias.
Si para muchos hablar de virtudes, habilidades, destrezas, fortalezas, etc., de las personas con Síndrome de Down es idealista entonces ¿Qué adjetivo les merece la idea de que hay que trabajar arduamente en equipo para garantizar su calidad de vida? Medir la calidad de vida es relativamente difícil, sin embargo, es innegable que su percepción es el resultado del acceso que tenga el individuo a aquellos recursos que satisfagan sus necesidades básicas, sanitarias, educativas, de seguridad y aquellas que le permitan ejercer sus derechos y libertades inherentes y primordiales. Esta calidad de vida se debe construir, en paralelo, a la promoción en su entorno familiar y social inicialmente.
Entonces ¿Cómo podemos garantizar la calidad de vida del adulto con Síndrome de Down? Podría resumir mis observaciones en siete puntos:
1. Antes que nada, mantener la constancia en la enseñanza y reforzamiento de habilidades de autocuidado y autonomía. Las habilidades aprendidas durante la infancia y adolescencia son necesarias para nuevas habilidades que deberá aprender como adulto.
2. Promover y establecer programas de seguimiento y atención de la salud física y mental (Figura 1).
3. Crear grupos de personas con Síndrome de Down y grupos de familiares para la psicoeducación en aspectos relacionados con la esfera socioemocional y sexual.
4. Promover en las familias el respeto del derecho que poseen de tomar sus propias decisiones y las consideraciones ligadas al establecimiento de dichas competencias. La presencia o ausencia de una condición no determina si capacidad de tomar decisiones, sino el juicio que tenga de la realidad.
5. Ampliar los programas dirigidos al entrenamiento de habilidades que puedan traducirse en una ocupación o empleo a futuro.
6. Crear una plataforma de candidatos a un empleo, independiente o con apoyo, dependiendo de las habilidades del individuo y las demandas de la sociedad.
7. Capacitar a la sociedad y empresas sobre las habilidades y fortalezas de las personas con Síndrome de Down para desestigmatizar la condición y favorecer la inclusión laboral.
8. Crear y promover actividades sociales inclusivas.